«El manjar del Libertador»
Por Eduardo Guidolín Antequera
«Revisando, nuevamente revisando»
Con el afán de seguir iluminando esos pequeños grandes detalles que muchas veces pasan inadvertidos, hoy quiero detenerme en un aspecto que, aunque simple, nos acerca al hombre de carne y hueso. No se trata del dato aislado, sino de la hondura que guarda. Porque aquel que protagonizó la gesta de la América libre también sabía disfrutar de los instantes sencillos del vivir.
Comer, para los seres vivos, es un acto natural, casi instintivo. Pero el gusto de comer es lo que marca la diferencia: sea complejo o sencillo, todo exige un arte y una paciencia que trascienden la mera acción. Está lo elaborado, lo minucioso, lo que demanda tiempo y destreza para alcanzar su perfección… y está lo otro, lo opuesto, lo que conquista sin estridencias, lo que seduce justamente por su desnuda sencillez, hasta transformarse en un verdadero manjar por la nobleza que encierra en su propia simpleza.
San Martín, atento siempre a los matices y a los detalles, supo expresar ese goce a su manera, llamando «manjar» a lo que para muchos podía pasar desapercibido. Hoy quiero invitarte a recorrer ese sendero: descubrir cuál era ese gusto íntimo, casi secreto, y qué mensaje nos deja escondido detrás de él..
Un registro mil aristas
Me sostengo en las memorias de uno de sus compadres, amigo leal, soldado de sus filas, discípulo fiel y hasta —como él mismo lo confiesa— hijo de afecto: Manuel Olazábal. Este testigo privilegiado, que respiró la gesta libertadora en carne propia, dejó en sus escritos un legado de datos y anécdotas que no solo nutren la historia, sino que también han penetrado en el imaginario colectivo, recreando escenas, emociones y situaciones que aún hoy se evocan con fuerza.

Cuando Olazábal se reencuentra con San Martín, tenía tan solo 23 años. La juventud y la madurez histórica se entrelazaban en ese instante.
Su relato, vívido, descriptivo y cargado de emoción, es al mismo tiempo un tesoro y un espejo con fisuras. Porque allí donde rescata lo cotidiano, también deja espacios de error, lagunas de información o silencios que resultan tan elocuentes como lo que cuenta. Esa mezcla de presencia y ausencia, de palabra y omisión, sigue marcando el itinerario de las miles de escenas que envolvieron la vida de San Martín.
Olazábal ha inspirado cuadros, esculturas, monumentos y producciones audiovisuales. Sin embargo, más de una vez sus episodios quedan atrapados en la superficie, sin expandir el horizonte de lo narrado. Un ejemplo claro es aquella travesura inolvidable: el intercambio de etiquetas de vino. Muchos lo recuerdan como una broma simpática, como un gesto ligero de astucia, pero casi nadie se detiene en el corazón del asunto: el vino mismo.
¿De dónde obtuvo San Martín aquel Moscatel de Alejandría, originario de Málaga? Si jugaba con etiquetas, es porque disponía de variedades. Y más aún: ¿qué significaba ese detalle considerando que en su infancia había vivido en Málaga (España)? No es un dato menor. Es un fragmento que ensancha el mapa de su existencia, que conecta pasado y presente, biografía y anécdota.
La escena, por lo tanto, no se reduce al simple chiste de sorprender a los invitados, ni a la burla sobre los títulos y las apariencias. Lo que allí se revela es la travesura lúcida de San Martín, un gesto de humor que es también memoria, raíz, vínculo con su propia historia. En ese detalle aparentemente trivial se esconde una profundidad mayor: la del hombre que sabe reírse, jugar y dejar huella incluso en lo más mínimo.

Fragmento gastronómico
El registro de este detalle lo tomaremos de:
CORONEL MANUEL DE OLAZABAL
«EPISODIOS DE LA GUERRA DE LA
INDEPENDENCIA»

El fragmento y el detalle a explorar sucede en lo que se denomina «El Retorno o el Regreso» de San Martín a Mendoza en los finales de Enero y principio de Febrero de 1823.
La escena y el relato
«Cuando se acercó, Olazábal se precipitó hacia él y lo abrazó por la cintura, deslizándose de sus ojos abundantes lágrimas.
El general le tendió el brazo izquierdo sobre la cabeza, y lleno de emoción, sólo pudo decirle: -¡hijo!
Un momento después, invitado a descansar y tomar un poco de té o café, aceptó, y ayudándolo a bajar de la mula, se sentó sobre una montura que le sirvió como los magníficos sofáes de los palacios que había conquistado.
Inter se cebaba un mate de café, que prefirió, y le preguntaba por la familia, dijo: «¡Qué diablos, me ha fatigado esta subida!»
Después que tomó el café con un bizcochuelo, mirándolo exclamó:
«¡Tiempo hace, hijo, que mi boca no saborea un manjar tan exquisito!
Bueno será, quizá, que bajemos ya de esta eminencia desde donde en otro tiempo me contempló la América.»
Nadie habría podido penetrar lo que pasaba en aquel corazón tan combatido por crueles desengaños.
Quizá creyó que aún no debía estar aquella eminencia, desde donde aparecía como los héroes de Plutarco.
Efectivamente, sosteniéndolo, montó en la mula y emprendieron el descenso de los Andes, en que se fatigó bastante por la posición inclinada hacia adelante de la cabalgadura.
En el Manzano pasaron la noche en donde durmió bajo un pabellón de ponchos que se improvisó.»
«Bizcochuelo»
Si has transitado por la vasta bibliografía sanmartiniana, quizás reconozcas este pasaje. Un fragmento cargado de simbolismo, donde cada línea escrita por Olazábal parece tener un eco que trasciende lo cotidiano. En este punto quiero detenerme en una palabra sencilla, pero poderosa: Bizcochuelo. Repito y subrayo:
Después que tomó el café con un bizcochuelo, mirándolo exclamó:
«¡Tiempo hace, hijo, que mi boca no saborea un manjar tan exquisito!
Café y Bizcochuelo
Bien es sabido que San Martín tenía una capacidad apreciativa singular, la de moldear sus gustos a las expresiones sociales de las provincias del Río de la Plata. Un ejemplo claro: tomar café en un mate. Es decir, servirse la infusión en el recipiente destinado al mate, aunque él no lo bebiera, para no desprestigiar ni desvalorizar esa costumbre tan arraigada en nuestra tierra. Gestos como este nos revelan a un San Martín que era presente y futuro al mismo tiempo, que entendía que en lo simbólico se jugaba tanto como en lo militar o lo político. Pero hoy quiero detenerme en otra de esas huellas sencillas y profundas que lo acercan a nosotros: el bizcochuelo. Ese bocado que vos, que cualquiera de nosotros, reconoce como propio, y que en labios del Libertador se volvió un manjar digno de recuerdo.
El bizcochuelo en la América del siglo XIX
El bizcochuelo, de origen europeo y traído a América por la tradición hispánica, se popularizó y se adaptó en el siglo XIX como uno de los postres más sencillos y a la vez más apreciados. Su preparación básica —huevos, azúcar y harina— lo convertía en un dulce accesible para la mayoría de los hogares, incluso en tiempos de escasez, ya que no requería ingredientes costosos ni técnicas complejas.
En las casas criollas, conventos y tertulias familiares, el bizcochuelo se convirtió en símbolo de hospitalidad y celebración. Ligado a bautismos, fiestas patronales o reuniones sociales, su valor radicaba tanto en la sencillez de su receta como en la carga afectiva de compartirlo. En regiones como Mendoza y Cuyo, donde el mestizaje cultural se expresaba también en la cocina, el bizcochuelo acompañó la vida cotidiana de las familias y fue transmitido de generación en generación.
Más que un simple postre, en el siglo XIX representaba la unión entre lo europeo y lo americano.

Bizcochuelo de Ayer, bizcochuelo de Hoy
Conclusiones
La cocina: ese espacio donde se produce la magia del alimento, donde cada bocado es más que sustento. Allí habita la carga simbólica del amor, aquello que no solo alimenta la máquina humana, sino que nutre los recuerdos, da placer, conmueve, emociona, sostiene la carne y también el alma.
En un gesto aparentemente simple —un bocado, una palabra— San Martín dejó entrever su humanidad más íntima. En la mesa compartida, en la expresión de gusto ante una porción de bizcochuelo, se esconde un legado mucho más hondo: el de una sociedad que se fue forjando como un crisol cultural, entre mezclas, herencias y supervivencias.
El bizcochuelo, esa masa esponjosa humilde que no requiere ser la perfección de un maestro de la repostería ni acudir a una confitería, que se cocina en cualquier hogar con pocos elementos, que fue y es creatividad de eso que hace «con poco», de esas comidas sencillas simples, que te «sacan del paso». Es parte de la memoria afectiva de los pueblos, alimento sencillo y a la vez centenario. San Martín lo probó, lo reconoció y lo inmortalizó en su expresión. Para la región, este pastel sencillo fue también un signo de ingenio, de experimentación, de tradición transmitida hasta hoy en formas diversas.
Rescatar a San Martín en estos detalles cotidianos es abrir la puerta a nuevas formas de admiración: verlo no solo en la gloria, sino también en lo simple. Porque si el Libertador pudo conmoverse con un pedazo de bizcochuelo, entonces ese mismo bocado que hoy se sirve en una mesa familiar o comunitaria es también un puente hacia él.
Si sos cocinero, celador en una escuela, si ayudás en un merendero, si trabajás en una panadería o si simplemente horneás en la intimidad del hogar, pensá que ese bizcochuelo, tan modesto y tan nuestro, fue considerado «manjar por el Libertador de América».
San Martín es gigantesco visto desde lejos, pero también lo es visto desde cerca. Y en ese contraste, entre la epopeya y lo sencillo, se encuentra su verdadera grandeza.
Reflexiones y verdades
De esta narración podemos seguir haciendo zoom, detenernos en lo mínimo y a la vez descubrir lo máximo: las posibilidades que nos dejan los elementos sencillos y cotidianos que formaron parte de la vida de aquellos hombres y mujeres que hoy admiramos. El afecto y el compartir, lo cercano, como en ese encuentro en el que Olazábal recibe a San Martín con detalles simples: café y bizcochuelo. Dos gestos que, en su aparente sencillez, revelan mucho más. Al fin y al cabo, San Martín no dudó en llamar “manjar” a ese bocado, expresando el placer que le generaba. Y hoy, más de dos siglos después, me parece valioso detenerme en ello, resaltarlo, porque es otra faceta —pequeña, íntima y cotidiana— que agranda al San Martín inmenso. Nos da otro motivo para sentirnos grandes, simples y, sobre todo, sanmartinianos.
Decile a un niño, mientras come un trozo de bizcochuelo: “¿Sabías que al General San Martín le encantaba comer esto mismo que vos estás comiendo?” Eso lo hace cercano, familiar, humano.
La memoria de Olazábal nos regala un cuadro más, una escena más, un detalle que magnifica. Y en Mendoza podemos decir, sin miedo, que el bizcochuelo tiene reminiscencia sanmartiniana. Era uno de sus gustos, uno de esos alimentos predilectos que, si los sociabilizamos, se transforman en identidad gastronómica viva y vigente. Desde hoy, cada vez que partas un bizcochuelo —entre el placer, el sabor y el afecto de quien lo prepara y lo comparte—, acordate de San Martín. Porque en ese gesto simple, seguirá presente, tan cercano como siempre.
Un abrazo enorme y mi agradecimiento de siempre por acompañarme en este camino. Me despido con una pregunta cargada de afecto: ¿cuál es la receta de tu manjar?
Pd: Dedico este episodio, en el día de su cumpleaños, a la Mujer que me preparaba los mejores bizcochuelos del mundo, la que me enseño que se podía crear un Universo con nada, como crear un manjar con tres elementos.


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